Los servicios online tienen un ciclo de vida finito como todo en este mundo, y su cierre suele venir derivado de los propios cambios socioculturales que definen el uso de la tecnología, haciendo que unas herramientas recojan el testigo de otras. El problema viene cuando estos cambios de ciclo no son fruto de la propia evolución del medio, sino de volantazos en la gestión de estas plataformas que desembocan en éxodos masivos donde pende de un hilo esa presencia online que rige parte de nuestra vida personal y profesional.

Cuando MySpace tiró la toalla en 2011 frente a Facebook, su contenido resultaba prácticamente irrelevante para la mayoría de usuarios más allá de resultar una enorme plataforma musical independiente surgida en 2003, año en el que las bases del social media contemporáneo estaban aún en pañales. El problema de aquella deriva es que en 2019, y tras un laberinto burocrático de sucesivas ventas a pérdidas, adquisiciones y absorciones entre conglomerados empresariales, anunciaron que por un error en la migración de servidores se había perdido todo el contenido publicado en la plataforma hasta 2015 sin posibilidad alguna de recuperación. Esto es, 15.000 millones de fotos y 53 millones de canciones. Del agujero de seguridad que puso al descubierto 360 millones de cuentas un poco antes ya ni hablemos.

No por trillados son menos valiosos los argumentos que abogan por la autogestión y descentralización del contenido que publicamos en Internet ante lo vulnerable que resulta dejar en manos de grandes compañías la preservación de un contenido que, independientemente de las motivaciones que nos han llevado a ello, hemos volcado en la red durante años. Aunque Twitter siempre ha sido muy parco a la hora de hablar de sus números globales, ya en 2013 afirmaron haber superado la barrera de los 500 millones de tuits publicados al día. Un volumen difícil de asimilar que marea solo con leer algunos artículos del blog oficial de la compañía sobre la infraestructura que tienen montada en lo que a almacenamiento e indexación se refiere.

Tampoco digo que exportes el historial de tu cuenta porque haya que rebañar el plato ante un futuro incierto (Configuración > Tu cuenta > Descargar un archivo con tus datos), o que prediques en el desierto del Fediverso haciéndote una cuenta en Mastodon, que está de moda. De hecho, creo que aquí lo de menos es perder unos pocos cientos de tuits en el limbo del big data, al menos para el tuitero de a pie. Lo que la mayoría teme perder es el (in)cuestionable valor que genera nuestra presencia online a partir de ese contenido publicado, amén de la red de contactos y difusión que a lo largo de los años hemos ido construyendo y modelando en base a nuestras necesidades.

No soy el mismo que cuando empecé hace 14 años en Twitter, pero buena parte de mis relaciones personales y profesionales online han tenido como eje central esta red social dada su irremplazable naturaleza. Aunque el coste vital para mantener vigentes nuestros contactos online es mucho menos demandante que los entramados sociales que impone MundoReal(TM), los cambios que vivimos como sociedad a la hora de interactuar con nuestro entorno están cada vez más asociados a estas dinámicas. Puedes sentir pena por el fallecimiento de alguien a quien no has llegado a conocer en persona por el simple hecho de haber compartido vivencias y conocimientos durante un largo periodo de nuestras vidas. Probablemente conozcas mejor a James Rhodes que a tus primos del pueblo.

Pero aún más importantes son las necesidades que, como animales sociales que somos, hemos desarrollado aquí. En mayor o menor medida, Twitter es uno de los mejores trampolines promocionales para determinados sectores profesionales, sobre todo para los relacionados con el ámbito literario, periodístico y divulgativo en general. Si sigues la newsletter de alguien es probablemente porque su creador/a lo difundió en su perfil. Si te guardas en el navegador algunos artículos chulos para leer en el móvil a la vuelta del curro es porque alguien los compartió con sus seguidores. Cualquier otra red también puede ofrecer flujos de información similares, pero casi siempre de forma fortuita y supeditada a los designios de un algoritmo. También hay un poquito de sentirse validado y dar gritos velados de auxilio en cada publicación como sucede en cualquier otra red social que se precie, pero los códigos y disparadores psicológicos de propuestas como Tik Tok son tan diferentes que las comparaciones en este caso serían odiosas. De hecho, en Twitter hay mucho odio, sí, pero hacedme caso, también hay conocimiento y pasión. Al fin y al cabo, el timeline te lo montas como te da la gana.

Como profesional del sector y divulgador de chichinabo a ratos libres, todo esto mosquea un poco cuando te tocan el chiringuito. Nuestra red de contactos en Twitter es un arraigado entramado conectivo que hemos refinado durante años, y en el que se combinan amistades afianzadas con los años, matrimonios profesionales de conveniencia y pequeños altavoces de contenido curado que nos permiten estar al día en epígrafes culturales de los que somos ajenos. Un equilibrio que de forma orgánica (y un poco a pico y pala) nos hemos ido construyendo para moldearlo según nuestras necesidades, alimentando un poquito de paso nuestro ego para que no pase hambre y, en definitiva, adaptándolo para que encaje con el sustento digital que necesitamos en cada periodo de nuestra vida. Ponte tú ahora a generar eso desde cero de nuevo a través de la sobacada que Jack Dorsey saque en unos meses aprovechando el tirón.

Cierres forzados como el de Vine en 2017 no resultaron tan dramáticos al poder migrar el contenido audovisual de corta duración a otras redes de tangencial filosofía como Instagram o SnapChat, siendo un poquito agorero el hecho de que la única gran plataforma social que ha sido descontinuada en la última década haya sido precisamente propiedad de Twitter. Otros proyectos un peldaño por debajo como Friendster, Bebo o el mencionado Myspace simplemente se tornaron irrelevantes con el tiempo, pero han aguantado hasta nuestros días. Y no, Google+ no le importaba a nadie.

En el fondo es gratificante ver arder el mundo por culpa de determinadas políticas neoliberales que acaban boicoteando a sus propios defensores. La descentralización de las comunidades online es en la práctica un concepto más utópico que aquellos mítines de Izquierda Unida en Second Life, aunque no por ello tengamos que tirar la toalla a la hora de preservar y blindar nuestro pasado y presente digital, pues queramos o no, cada vez se está convirtiendo más en una parte fundamental de nuestras vidas.

Y si no he mencionado a Elon Musk es porque no me ha pagado el verificado.